Había caminado mucho a lo largo de mi corta existencia, dieciocho años no son nada para nadie, ni siquiera cuando eres un humano, porque los más mayores siempre te hablan de lo inexperto que es uno a esa edad y del ansia de aventura que les consume a muchos.
Puede que a mi me estuviera consumiendo ese mismo ansia, pero decidí salir del reino humano que ya tenía algo visto, al menos de puertas para adentro de casas ajenas a la mía y explorar un poco por otros lados.
Hacía una semana que me había topado con un viejo amable que me habló entre acertijos, sólo me enteré que quien tenía la respuesta a mi pregunta eran los de orejas afiladas. Supuse que se refería a elfos, puesto que ellos son sabios y aunque no suelen aparentarlo han visto muchas vidas de hombres pasar ante sus ojos. Sí, seguramente ellos podrían ayudarme. Y si no era así,... quién sabe qué pasaría conmigo.
Me encontraba en el Paso del Pantano, hasta aquí me encontraba en tierras élficas, presté mucha atención a todo lo que me rodeaba, el ambiente con un manto de niebla que cubría casi toda la superficie que pisaba, el olor de la humedad y ésta que a su vez se me calaba hasta los huesos. Era muy raro porque no hacía frío pero si me empapaba puede que cambiara de parecer. El entorno era algo lúgubre. Hasta donde alcanzaba mi vista sólo veía vegetación de musgo, plantas del pantano y sauces llorosos. A pesar de la estampa que habría helado la sangre a cualquiera, yo sentía una extraña sensación de comodidad por una parte. En el fondo prefería mil veces estar en un sitio así que en una montaña escarpada sin apenas vida. Aquí al menos las plantas lo estaban.
El objetivo era cruzar hacia el jardín de la Paz, no sabía si podría entrar sin el permiso de los elfos, pero si no era así poco me importaba, era su reino, debían vigilarlo ellos. Y si me topaba con alguno siempre podría pedirle que me ayudara.
Caminaba con cuidado, había cogido un palo para usarlo de guía y no caer en el agua. Era buena nadadora pero no se veía el fondo y no quería tentar a la suerte y mojar mis instrumentos para más tarde poder hacer un pequeño fuego. Tanteaba el terreno y pasaba o saltaba. Iba haciendo pequeñas piruetas y saltitos, no me importaba si me veían, me estaba diviertiendo. Y comencé a silbar.