¿Por qué el venir a la vida es tan doloroso? (LIBRE, pero por Dios que entre alguien e_e)

Habían pasado días, semanas meses, y yo no me había movido apenas de palacio. Me había pasado todo el otoño, el invierno y parte de la primavera reclinada en un diván, con los ojos fijos en ninguna parte, con la cabeza en otro sitio, sin fuerzas apenas para hacer otra cosa que estar allí, tirada, como una muñequita rota que suspira por vivir una hora más, un día más, una semana más. El ser inmortal, o al menos, el ser tan longeva, tenía sus contrapuntos, y estaba experimentando uno de ellos en este mismo momento. El tener infinidad de días para mí, para mi gozo y disfrute, nunca estaba mal cuando eras feliz. Pero cuando lo que deseas es marcharte al Otro Lado, hasta la más mínima milésima de segundo se te hace eterna.

Mis ojos vieron la caída de las hojas, las nevadas invernales, y el deshielo primaveral. Más allá de mi ventana pasaron las estaciones, una tras otra, mientras que yo seguía postrada, como una estatua, y mi barriga, por su parte, iba creciendo más y más. No fui consciente de ello hasta que un buen día, al ponerme en pie, fui incapaz de verme el bajo del vestido, debido al abombamiento de mi vientre. En un pasado, habría adorado a aquel ser que iba creciendo en mis entrañas, pero ahora solo era un recordatorio de algo que me arrepentía de haber hecho. De no haberme casado, de no haberme ido con la persona equivocada, no estaría hecha polvo. Había aprendido la lección que mi padre me trató de inculcar en el pasado: que los Elfos solo podíamos ser felices entre nuestros semejantes, y nunca con seres de otras razas.

Hice un juramento en secreto: mi corazón que tan a la ligera había entregado, sería ya para mí solamente. No se lo volvería a entregar a nadie, para así evitar ese dolor que causaba la pérdida. Si lo conseguía, no volvería a pasar por esa sensación de amargura, desazón y dolor. Sería mucho más feliz, a sabiendas de que, si alguien se moría o me dejaba, la pena sería mucho más leve que la que estaba sintiendo.
Fue esa promesa la que me dio fuerzas para levantarme y seguir. De no haber sido por ella, seguramente habría acabado consumiéndome de pena. Al ser egocéntrica, me estaba salvando a mí misma del negro abismo que amenazaba mi horizonte. Solo así, pensando únicamente en mi, conseguía librar de las sombras a aquella criaturita pequeñita que se movía en mi interior, como un pececito.

Pero un día, de buenas a primeras, aquel pececito decidió que su pecera le venía pequeña, o eso me pareció. Empezó con un discreto dolor de espalda, un molesto pellizco que fue creciendo poco a poco, hasta que, de buenas a primeras, dejó de ser una molestia para ser un verdadero suplicio. Al mismo tiempo, todo mi cuerpo fue víctima de un espasmo, doloroso como él solo. A mi memoria, aturdida aún por la nostalgia, le vino la imagen de aquel parto que hacía tanto tiempo había atendido. Los gritos de dolor de la parturienta resonaron con demasiada fidelidad en mis oídos... y me eché a temblar. Porque había visto el dolor que suponía el traer a alguien a la vida, y ahora me tocaba a mí padecerlo.
Grité, más de miedo que de dolor. Me asustaba el ver que no me encontraba preparada para tal cosa. Aún no, por lo menos.

OFF: ¡Arg, a ver como me saco yo el motivo para quemar un pueblo!

ON:
Tirada cuan larga era sobre un lecho, con mi piel como único vestido, me miraba las uñas con gesto casi adusto, cansada por la rutina. Las luces de las velas creaban extraños juegos sobre mi piel, mientras que yo, con el rostro apoyado en la almohada húmeda, dejaba la mente en blanco. Acostarme con un vampiro me atraía y me desagradaba a partes iguales, de una manera casi irónica. Me gustaba el hecho de poderle morder como me complaciese, a sabiendas de que mis dientes no le matarían. Lo odiaba por el hecho de que me era imposible calmar la sed con alguien de mi especie, cosa que solía seguir a mis pasos por los lechos de mis víctimas.

¿Por qué estaba allí, entonces? Simple, mi cuerpo siempre había sido mi arma más útil a la hora de buscar alianzas con mi gente. Una mirada insinuante, un escote algo más bajo de lo habitual, un par de revolcones, y se tomaban las decisiones que a mí me gustaban. Todos los de mi especie lo sabían, puede que por ese motivo, algunas hembras me mirasen con odio. A mí, sinceramente, no me importaba. Estarían celosas por ver como yo conseguía lo que a ellas se les vedaba.

¿Y qué es lo que pretendía? Ampliar nuestros terrenos, conseguir un sitio propio. Mi gente no tenía tierras para sí, nos teníamos que conformar con vagar por el mundo... y eso no me gustaba. ¿Mi solución? Invadir algún sitio, y la tierra de los Elfos había sido la agraciada en mi torneo personal. No me había salido nada barata. Una semana de polvos con el noble de turno, regadas con sesiones de autocomplacencia conmigo misma para alegrarle la vista al susodicho. Pero el trato estaba hecho, y me daba igual haber tenido que fornicar con un tipo para salirme con la mía: ya todo era cuestión de ponerse en marcha.

¿Cuántos nos reunimos para crear el caos en esos bosquecillos de los orejas picudas? Si no estaban las 3/4 partes de mi raza, poco faltaba. Caímos como dardos venenosos, entre aquella gente que parecía horrorizada de vernos surgir, como seres del averno. La destrucción pronto comenzó a hacerse patente: el fuego era el mejor aliado que teníamos para destrozar sus casas de madera. Ya un pequeño pueblo caía reducido a cenizas cuando nos pusimos en marcha a la que era la capital. Yo avanzaba con una sonrisa en mis labios, pues me sentía especialmente divertida. ¿Por qué? Por el simple hecho de que unos cuantos polvos habían supuesto la caída del reino Élfico.

Oh, genial. De buenas a primeras, la ayuda que yo había solicitado se materializaba en un guirigay de personas que iban entrando una tras otra, casi con ensayo premeditado. Y aquello no me habría importado de encontrarme en una situación diferente. Tener un hijo mestizo era sinónimo a ser exiliada, y mi idea era deshacerme de él lo más pronto posible, con la esperanza de que, libre de mi propio pasado y modificando mi memoria a base de hechizos, podría superar el bache emocional con la simple medida de olvidar cualquier recuerdo del pasado. Un plan perfecto si no tuviera tanto público.

Eärendil fue el primero en llegar, pero poco después Alanna hizo acto de presencia, seguida por Alby, el cual ella misma había llamado, y luego Akira, que entró diciendo un no-se-qué sobre un incendio en un pueblo cercano. Ya éramos cinco personas allí metidos, cuando llegó una más, un ángel que habló de una tal Christine y que la señaló como culpable de todo lo que estaba pasando.

Pero a mí eso me traía al pairo. Lo que tenía que hacer era adormecer mi cuerpo y conseguir expulsar a aquel crío de mí lo antes posible, para luego deshacerme de mis recuerdos y volver a mi pacífica vida de antes de desposarme. Cualquier cosa que me trajera recuerdos ya la había destruído, y hoy, con un poco de suerte, abandonaría el Reino Élfico la última de todas. Adiós a las lágrimas y a la pena. Hola, redención.

Así pues, cuando un criado vino con la tisana que Alanna ordenó, me la tomé con celeridad, para luego atraer la atención de ella. Confiaba en mi "hermana pequeña" por llamarla de algún modo, y sabía que en ese encargo que le iba a dar, no me iba a fallar.
-Lleva al niño a Rosbasha-le supliqué-Encárgate de que lo críe una familia, pero que no sepa nada sobre mí. Cuéntale cualquier mentira si es preciso. Ni siquiera me lo enseñes. No quiero verlo.

Ya el fuego alzaba sus manos entre las casas de aquella irritante gente de orejas picudas. Si había de ser sincera, los elfos no eran precisamente mi raza favorita, veía en ellos una frivolidad casi excesiva. Se las daban de superiores, siempre mirando por encima del hombro, como si fueran mejores que nosotros. Penosos, vamos. Se creían por encima de cualquier atracción humana, pero más de uno había caído en mis redes en alguna ocasión. El sabor de su sangre no era mi favorito, sabía como a plantas. Pero divertirme con el cuerpo de alguno de ellos sí era más plato de mi gusto.

Miraba a los que correteaban por la zona, evaluándolos como si de ganado se tratase. ¿Este? Bueno, no tenía mala pinta. ¿Aquel? Demasiado delgado para mi gusto. ¿Y ese otro? No, parecía algo pasado, teniendo en cuenta lo longeva que era esa raza.

Aunque, me daba igual. Pronto sus territorios serían nuestros, y ese pueblo tan odioso a mis ojos, debería someterse a nuestros designios, o resignarse a volver a su lugar de origen. Porque, desde luego, yo no pensaba ser condescendiente con ellos una vez que el territorio fuera ocupado. Serían expulsados, como a mi raza se le había hecho ya en otros lugares.

Con ese pensamiento, entré en la capital de aquel país, más que dispuesta a arrasarlo todo. Tal vez en unos días, yo sería la reina de aquel terreno, aunque me costase un mes entre las sábanas de los demás nobles de mi raza.